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el cielo las barbas rojas y doradas, como en una última invocación a Ymir, el gigante helado, dios de
una raza guerrera.
Alrededor de los ensangrentados despojos y de los cuerpos enfundados en cotas de malla, dos hombres
se miraban fijamente. Eran los únicos seres vivos en aquel paisaje desolado. Los cubría el cielo helado
y estaban rodeados por la blanca planicie sin límites, con decenas de cadáveres a sus pies. Se fueron
aproximando lentamente uno al otro entre los cuerpos sin vida, como fantasmas que se encuentran
sobre las ruinas de un mundo muerto. En medio de un silencio casi absoluto, los dos hombres quedaron
cara a cara.
Ambos eran altos y fornidos como tigres. Habían perdido los escudos, y sus corazas estaban abolladas
y resquebrajadas. la sangre seca cubría sus cotas de malla y las espadas estaban manchadas de rojo. En
sus cascos de cuernos se veían las marcas de golpes violentos. Uno de ellos carecía de barba y tenía una
brillante melena negra; el cabello y la barba del otro eran tan rojos como la sangre que había sobre la
nieve iluminada por el sol.
-Oye -dijo este último-, dime tu nombre para que mis hermanos de Vanaheim sepan quién fue el
último hombre de la banda de Wulfhere que cayó ante la espada de Heimdul.
-¡No será en Vanaheim -dijo con un gru ido el guerrero de negra cabellera-, sino en Valhalla, donde
les dirás a tus hermanos que encontraste a Conan de Cimmeria!
Heimdul saltó lanzando un rugido mientras su espada describía un arco mortal. Cuando la sibilante
hoja golpeó su casco haciendo saltar chispas azules, Conan se tambaleó y su vista se llenó de un fuego
rojo. Pero después de retroceder, volvió a cobrar fuerzas y lanzó un poderoso mandoble con todas sus
fuerzas. La afilada hoja atravesó las escamas de metal, los huesos y el corazón del enemigo, y el
guerrero de rojos cabellos murió a los pies del cimmerio.
Conan se quedó inmóvil, con la espada suspendida, y se sintió repentinamente invadido por un
profundo cansancio. El resplandor del sol sobre la nieve cortaba sus ojos como un cuchillo, mientras
que el cielo parecía encogerse extra amente. Se alejó de aquella planicie en la que los guerreros de
barba rubia yacían entrelazados con los asesinos de rojas barbas en un abrazo de muerte. Había dado
unos pocos pasos cuando el resplandor de los campos nevados comenzó a atenuarse. Lo envolvió una
oleada de luz cegadora y se desplomó sobre la nieve apoyado en un brazo, tratando de sacudirse la
ceguera como un león sacude su melena.
Una risa cantarina rasgó su inconsciencia, y notó que la vista se le aclaraba poco a poco. Conan miró
hacia arriba; había algo extra o en el paisaje, algo que no podía precisar ni definir, como un tinte
especial y desusado que coloreaba la tierra y el cielo. Pero no pensó mucho tiempo en ello. Ante él,
balanceándose como un árbol joven al viento, había una mujer. Al bárbaro, todavía aturdido, el
cuerpo erguido de la muchacha le parecía hecho de marfil; con excepción de un ligero velo de gasa,
estaba desnuda como el día. Sus delicados pies eran más blancos que la nieve que pisaban. Finalmente
la joven se echó a reír, mirando fijamente al desconcertado guerrero; su risa era más dulce que el
murmullo de las fuentes cantarinas, pero estaba cargada de una ironía cruel.
-¿Quién eres? -le preguntó el cimmerio-. ¿De dónde vienes?
-¿Qué importa? -repuso ella, con una voz más musical que un arpa de cuerdas plateadas, pero cargada
de crueldad.
-Puedes llamar a tus hombres -dijo Conan aferrando su espada-. Aunque no me responden del todo las
fuerzas, no me cogerán vivo. Veo que eres de Vanir.
-¿Te lo había dicho? -preguntó la joven.
La mirada del cimmerio se posó nuevamente en los rizos rebeldes de la muchacha, que le habían
parecido rojos a primera vista. Ahora veía que aquel cabello no era rojizo ni rubio, sino una gloriosa
combinación de ambos tonos. Él la miró fascinado. Su cabello era de un color dorado mágico; el sol se
reflejaba con tal intensidad en su cabellera que el bárbaro apenas podía mirarla. Los ojos de ella no
parecían del todo azules ni absolutamente grises, sino que cambiaban de color con la luz y con el
resplandor de las nubes, creando tonalidades que el bárbaro jamás había visto. Sus labios rojos y
carnosos sonrieron y, desde los ligeros pies hasta la cegadora corona de su cabello rizado, aquel cuerpo
de marfil era tan perfecto como el sue o de un dios. El pulso de Conan martilleó sus sienes.
-No sé si eres de Vanaheim y enemiga mía -dijo él-, o de Asgard y, por tanto, amiga. He recorrido
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